El sentido común indica que la Tierra, con una temperatura media de 15 oC, se formó casualmente a la distancia correcta del Sol, mientras que ni Marte (-60 oC) ni Venus (460 oC) tuvieron la misma suerte. Sólo en la superficie de la Tierra se encuentra, pues, el agua en forma líquida, que es crucial para la vida.
Pero no debemos atribuir a la casualidad toda la explicación de las temperaturas de los planetas terrestres, o rocosos. Los tres vecinos del Sistema Solar interior, formados tras la colisión mutua de grandes cantidades de cuerpos conocidos como planetesimales, fueron antaño semejantes en muchos aspectos. Presentaban en su superficie, minerales parecidos y, en su atmósfera, gases similares (entre ellos el dióxido de carbono y el vapor de agua); los tres, además, conocían un clima templado que les permitía mantener agua líquida en su superficie. Si adquirieron luego climas espectacularmente distintos, debióse, en gran parte, a su diferente capacidad para crear un ciclo de dióxido de carbono entre la corteza y la atmósfera.
El dióxido de carbono, como el vapor de agua y otras sustancias, es un gas de "invernadero": permite el paso de la radiación solar a través de él, pero absorbe la radiación infrarroja (calorífica) que procede del planeta reflejando parte de este calor de nuevo hacia la superficie.
La Tierra ha gozado siempre de un clima moderado en virtud de un mecanismo cíclico que aumenta la cantidad de dióxido de carbono atmosférico cuando la superficie del planeta se enfría y reduce dicha cantidad cuando aumenta la temperatura superficial. Marte esta helado porque ha perdido la capacidad de reciclar el gas a su atmósfera; Venus es un infierno porque experimentó el problema opuesto: no tiene manera de extraer el dióxido de carbono de su atmósfera. Mercurio, el otro planeta terrestre, carece de atmósfera; su temperatura está regulada exclusivamente por el Sol.
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